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Es muy fácil para cualquiera de nosotros caer en la trampa de compararnos con otras personas. Lo vemos a nuestro alrededor, especialmente en nuestros trabajos. Pero las consecuencias pueden ser devastadoras y pecaminosas también.

Por lo general, cuando nos comparamos con los demás, llegamos a una de estas tres conclusiones:

  1. Primero, concluimos que somos mejores que ellos.
  2. O decidimos que son mejores que nosotros.
  3. Y eso nos lleva a pensar que preferimos ser ellos que nosotros, ya que ellos son mejores que nosotros.

Piensa, en primer lugar, en la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos, tal como se da en Lucas 18: 9-14:

A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola: 10 «Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro, recaudador de impuestos. 11 El fariseo se puso a orar consigo mismo: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni mucho menos como ese recaudador de impuestos. 12 Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo”. 13 En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”

14 »Les digo que este, y no aquel, volvió a su casa justificado ante Dios. 

Miramos a este fariseo y pensamos: “¡Qué horror!”. Y, sin embargo, qué fácil es para nosotros compararnos con otros con ese mismo tipo de actitud. Al igual que el fariseo, comparamos las apariencias y terminamos pensando que somos algo muy bueno. Ese tipo de comparación nos lleva a una falsa seguridad acerca de nosotros mismos y nos lleva al orgullo.

¿Has notado cuán insidiosamente el orgullo se cuela en nuestro pensamiento? ¿Has estado mirando a los demás últimamente y pensando: “Bueno, me veo mejor que ella” o “Me desempeño mejor que él” o “Tengo más que ofrecer que ellos”?. Cuando haces este tipo de comparaciones, el pecado del orgullo se está apoderando de tu mente. Jesús dijo al final de esta parábola: “ Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».” (Lucas 18:14b).

Escúchate a ti mismo, piensa y habla y observa con qué frecuencia te comparas con los demás y terminas sintiéndote muy orgulloso de ti mismo. Es un camino muy peligroso en el que estar. El apóstol Pablo escribió a los filipenses que debían considerar a los demás más importantes que ellos mismos. Esa es la actitud que debemos tener hacia los demás.

Lo que encuentro que prevalece particularmente entre la gente de negocios es que comparan sus posiciones y sus salarios, y piensan que son más importantes que los demás porque han subido más alto en la escalera u obtenido otro aumento. Ciertamente, ese es uno de los peligros reales que enfrentamos si somos ambiciosos: el pecado del orgullo de pensar que somos mejores que los demás porque tenemos un salario mayor o un título mejor.

Recuerda que en la eternidad esos títulos y salarios no tendrán ningún significado. Todo lo que somos y tenemos son regalos de Dios para nosotros. Realmente no podemos atribuirnos el mérito de nuestras habilidades o logros. Pablo escribió a los creyentes de Corinto:

Pues, ¿qué derecho tienen a juzgar así? ¿Qué tienen que Dios no les haya dado? Y si todo lo que tienen proviene de Dios, ¿por qué se jactan como si no fuera un regalo? (1 Corintios 4:7).

Entonces, ese es un resultado mortal del pecado de la comparación: creemos que somos mejores que los demás. En segundo lugar, compararnos con los demás puede llevarnos a pensar que los demás son mejores que nosotros. Considera la parábola de los talentos que Jesús nos dio (Mateo 25:14-28). Antes de partir en un largo viaje, el Maestro les da a tres sirvientes ciertos talentos o recursos. Un siervo recibió cinco talentos, el otro dos, y el tercer siervo recibió un solo talento.

Cuando el maestro regresó, les pidió a cada uno que le dieran cuenta de lo que habían hecho con esos recursos. El primer siervo informó que sus cinco talentos ahora eran diez; el segundo siervo informó de manera similar que sus dos talentos ahora eran cuatro. Pero ¿qué pasa con el tercer siervo? Había tomado su único talento y no había hecho nada con él, y tuvo que informarle al maestro que, por miedo a perderlo, lo había escondido y todavía era uno solo. Después de todo, solo tenía uno y los otros dos tenían mucho más que él, por lo que, en comparación con ellos, su único talento no era nada, eso es lo él que estaba pensando.

El Maestro recompensa a los dos primeros siervos por igual: “¡Bien hecho, buen siervo y fiel! En lo poco has sido fiel; en lo mucho te pondré a cargo. Ven y comparte la felicidad de tu señor” (Mateo 25:21, 23) Aunque uno tenía diez y el otro solo cuatro, obtuvieron exactamente la misma recompensa.

Pero, ¿qué le dice el amo al tercer sirviente? Es una condenación muy fuerte: “¡Siervo malo y negligente!… ¡Quitenle el talento y denlo al que tiene diez talentos!” (Mateo 25:26) Ahora, ¿qué podemos aprender de esto?

La lección aquí es que Dios no nos compara con los demás, pero sí espera que hagamos buen uso de los recursos que se nos han dado. Este siervo podría haber tenido la misma recompensa que recibieron los demás si simplemente hubiera tomado su único talento y lo hubiera multiplicado. No estaba obligado a multiplicar su uno por diez, solo por dos.

¿Estás fallando en usar lo que Dios te ha dado? ¿Te comparas con los demás y llegas a la conclusión de que son mejores que tú, que tienen más con qué trabajar que tú, que la tienen fácil y que tú la tienes difícil? Si tienes más o menos que otras personas es intrascendente. Se te pedirá que des cuenta de tus propios recursos, de nadie más.

Nota lo que le sucedió a este tercer siervo como resultado de su actitud de compararse con los que tenían más:

  • Primero, notamos que lo hizo temeroso (Mateo 25:25). Tenía miedo de perder el talento que tenía, ya que comparó y vio que solo tenía uno. Y ese miedo lo llevó a un curso de acción muy irracional e irrazonable. Sabiendo que el maestro era exigente y esperaba que él multiplicara sus talentos, decidió cavar un hoyo y ocultarlo.
  • Segundo, se volvió perezoso. El amo lo llamó siervo negligente (Mateo 25:26). Cuando nos comparamos con otros que tienen más que nosotros, esto sucederá con frecuencia. Perdemos nuestra motivación, perdemos nuestra iniciativa y nos volvemos perezosos.
  • Tercero, lo llevó al pecado. El maestro lo identificó como malvado, porque no había hecho lo que sabía que debía hacer (Mateo 25:26). En Santiago 4:17 leemos: “Si alguno, pues, sabe el bien que debe hacer y no lo hace, comete pecado”.
  • Cuarto, perdió lo que tenía. Su peor temor se hizo realidad; el amo tomó su único talento y se lo dio al hombre que tenía diez (Mateo 25:28).
  • Quinto, perdió su recompensa (Mateo 25:29b). Si hubiera multiplicado su único talento por dos, si hubiera sido tan buen mayordomo de lo que tenía como los demás, aunque el resultado final fuera sólo dos talentos, habría recibido la misma recompensa que los demás, y se le habría dado más. Pero perdió su recompensa porque se comparó con los que tenían más, decidió que no podía hacer mucho con lo que tenía, se volvió temeroso y perezoso, y perdió todo lo que tenía.

Compararte con los demás puede provocar fácilmente que sientas envidia y celos. Pienso en el momento en que Pedro cayó en esta trampa después de que Jesús había resucitado y estaba a punto de ascender al Cielo. Jesús le dijo a Pedro que tenía planes de usarlo poderosamente, pero también le informó que tendría que sufrir por el Señor. Su profecía a Pedro fue: “Cuando seas viejo extenderás tus manos, y otro te vestirá y te llevará a donde no quieras ir. Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte por la cual Pedro glorificaría a Dios (Juan 21:18-19).

Entonces Pedro cometió el error de compararse con Juan. Pedro le preguntó a Jesús: “¿Qué hay de Juan?” Jesús respondió: “Si quiero que él viva hasta que yo regrese, ¿qué a ti? ¿Debes seguirme?” (Juan 21:21-22).

Creo que todos podemos empatizar con Pedro porque hemos estado allí. Cuando nos pasa algo malo, tendemos a pensar: “Bueno, ¿qué pasa con Juan? ¿Por qué tengo que soportar todo esto? Juan no es mejor que yo. ¿No merezco un descanso hoy, Señor? Al menos haz que todos los demás sufran igual que yo”.

Solo debemos reconocer una vez más que Dios es Soberano y hace lo que le place. Es su prerrogativa guiarnos a cada uno de nosotros por cualquier camino que él elija. Cuando comenzamos a mirar a los demás y pensar que ellos lo tienen fácil y nosotros lo tenemos difícil, entonces estamos en problemas. Eso es envidia, eso es desconfianza, eso es pecado.

Mucha gente hoy en día piensa que Dios es su siervo, que está allí para cumplir sus órdenes. Y cuando no sale con el mismo salario o con el mismo trato, cuando ven que otro le va mejor o le toca más fácil, se enfadan. De alguna manera tenemos que volver a un entendimiento básico: Dios es Rey, nosotros somos sus siervos. Él es quien hace las jugadas en nuestras vidas, no nosotros. Y si nuestra suerte parece más difícil que la de otros, que así sea. Al igual que con Pedro, el propósito es glorificar a Dios.

Compararnos con los demás a menudo nos lleva a la envidia, y la envidia nos lleva a culpar a Dios. A veces, las personas dirán con ligereza: “Estoy enojado con Dios”. Reconozco que hay momentos en que esas emociones son parte de un período de transición cuando hemos tenido una gran decepción o un desastre en nuestras vidas, pero el verdadero siervo de Dios, la persona que tiene una comprensión real de quién es Dios, pronto debe llegar al lugar donde él o ella dice: “Él es Dios, y hace lo que le place. Soy su siervo.

Cuando me encuentro cayendo en este patrón de pensamiento y comparándome con los demás y preguntándome por qué no puedo tener las cosas tan fáciles como ellos, trato de recordar inmediatamente lo que Jesús le dijo a Pedro, y me digo a mí misma: “¿y a ti que te importa Mary? No es asunto tuyo cómo Dios elige tratar a otras personas. Tu trabajo es simplemente obedecer al Señor para que Él sea glorificado en tu vida”.

Bueno, ¿te has estado comparando con los demás? Pídele a Dios que te perdone y te libere porque es un pecado que te esclaviza y te hace miserable. Pongámonos de acuerdo que por la gracia de Dios aprenderemos a ser agradecidos por lo que somos y cómo Dios nos ha bendecido, multiplicando los recursos que nos ha dado para dar gloria a su nombre.