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Esta semana estoy explorando sobre vivir como si estuvieras muriendo. Ayer vimos la parábola muy corta sobre el hombre que encontró un tesoro en un campo y luego vendió todo lo que tenía para comprar ese campo y tener ese tesoro.
Esta es la verdad de esa parábola: vale la pena perderlo todo por Jesús. Jesús es el tesoro que tenemos y es digno de todo. Y cuando vislumbramos lo valioso que es este tesoro, renunciar a cualquier cosa por Jesús no es un sacrificio. Lo hacemos con gran alegría, porque tenemos un tesoro que no se parece a ningún otro, así que cualquier cosa que renunciemos a cambio de ese tesoro es pequeña en comparación. No es un sacrificio; es una transacción inteligente.
Como dijo Jim Elliot: “No es tonto quien da lo que no puede conservar para ganar lo que no puede perder”.
No podemos conservar nuestros días aquí en la tierra. Pasan uno a uno y están contados. Y nada de lo que hagamos puede cambiar eso. Tus días y los míos son fugaces. Pero lo que hagamos con nuestro tiempo y nuestros esfuerzos puede durar por la eternidad. Podemos enviar por delante de nosotros tesoros de todo tipo; podemos tener coronas para arrojar a los pies de Jesús cuando estemos ante él en el Cielo; podemos dejar detrás de nosotros un legado que lleve a otros a creer.
Hacia el final de su muy breve ministerio terrenal de tres años y medio, Jesús dijo:
Yo te di la gloria aquí en la tierra, al terminar la obra que me encargaste (Juan 17:4).
Mi alimento consiste en hacer la voluntad de Dios, quien me envió, y en terminar su obra (Juan 4:34).
Pues he descendido del cielo para hacer la voluntad de Dios, quien me envió, no para hacer mi propia voluntad (Juan 6:38).
¿Por qué dejó Jesús las huellas más grandes de la historia? Porque vino a hacer la voluntad del Padre, no la suya propia. Fue totalmente sumiso y obediente a su Padre.
Si es verdad —y lo es— que como creyentes estamos en el proceso de ser transformados a la semejanza de Jesús con una gloria cada vez mayor, entonces debería ser verdad que estamos aquí para hacer la voluntad del Padre. Estamos viviendo para la eternidad; viviendo como si estuviéramos muriendo para este mundo y enviando tesoros por delante a nuestra morada eterna.